EL PERDON DIFICIL

Dioses y hombres

«Ustedes son dioses, ¡hijos del Altísimo!

 Pero morirán, como hombres»

De Dioses y Hombres

La noche del 26 al 27 de marzo de 1996, víspera de Semana Santa, siete monjes trapenses del monasterio de Nuestra Señora del Atlas en Tibirina, Argelia, fueron secuestrados por un comando de veinte hombres pertenecientes a los Grupos Islámicos Armados, GIA, brazo militar del Frente Islámico de Salvación. Éste, tras ser expulsado del poder por un golpe de Estado en 1992, había buscado refugio en las montañas desde donde desplegaba acciones guerrilleras en contra del régimen de facto. El país, agitado por los fundamentalismos religiosos, se hallaba al borde de una conflagración civil. Sólo la presencia de hombres y mujeres conciliadores, como los trapenses, en las atemorizadas comunidades locales, lograba mantener los estados de paz. Los GIA habían tomado a los monjes franceses como rehenes para conseguir de Francia la excarcelación de algunos líderes islamistas. Con este propósito mantuvieron negociaciones secretas con la ex metrópoli hasta el 21 de mayo, fecha en que le comunicaron su determinación de sacrificar a los religiosos. Diez días después, el 30 de mayo, el Ejército argelino declaró que había encontrado los restos de los siete sacerdotes en las calles de Blida. Pero se trataba sólo de sus cabezas, pues sus cuerpos jamás aparecieron.

Los monjes, como todos los extranjeros, habían sido advertidos por la guerrilla de que debían abandonar Argelia. Pero los pastores, movidos por el fuerte compromiso afectivo que los unía a la gente del pueblo, decidieron quedarse. Tampoco los lugareños querían dejarlos ir, pues pensaban que constituían una garantía de paz y de concordia entre personas profundamente divididas por sus credos y tradiciones. Sentían que su espíritu solidario y su voluntad de servicio contribuían a mantenerlos unidos frente a las inciertas e imponderables amenazas del poder. Cuando el prior Christian de Chergé, necesitó valerse de una metáfora para explicar cuán estrechos eran los lazos que lo ligaban a ellos, les dijo: «somos solidarios de los argelinos como el pájaro sobre la rama». Uno de sus interlocutores le replicó entonces «ustedes son la rama y nosotros los pájaros; nos abrazamos a ustedes porque son nuestra protección, nuestro apoyo».

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Los cistercienses no ignoraban el peligro que se cernía sobre ellos. Hacía tiempo que en Argelia se venían sucediendo crímenes contra religiosos. Sólo meses antes dos Hermanitas de Jesús españolas habían sido asesinadas en Bab-el-Oued. Pero la orden monástica de claustro, oriunda de Trapa, norte de Francia, estaba resuelta a permanecer en esas tierras. Seguiría cultivando sus huertos en común con sus vecinos, y en común seguiría también repartiéndose sus beneficios, observando sus votos de pobreza y, sobre todo, practicando un fecundo diálogo ecuménico. «Vínculo de Paz», la comunidad de cristianos y musulmanes que formaron, permanecerá como testimonio imperecedero de esta memoria interreligiosa orientada hacia una nueva ética mundial. Al final de sus vidas, los inquilinos del monasterio de Tibirina —El Jardín, siguiendo la traducción—,  habrían de darlo todo: campos y muebles que donaron al Estado y a los habitantes del poblado.

Los religiosos habían actuado en un mundo presa de la violencia y el terrorismo. Una violencia ilegítima, sea que se la entienda en el sentido instrumental que le asigna Hannah Arendt, de utilizar al ser humano como medio para obtener un fin, sea que se la vea desde la perspectiva de Max Weber, como una fuerza residual que desafía al monopolio legítimo de la violencia reconocido al Estado. Argelia sufrió la violencia como colonia y, como tal, heredó también de sus colonizadores sus métodos más bárbaros. Antes que los GIA, es el ejército francés, al mando de Roger Trinquier y Paul Aussaresses, quien inaugura el secuestro y la desaparición de personas. La batalla de Argel es sólo un elocuente reflejo neorrealista de aquella lacerante experiencia. Es esta misma generación de militares franceses la que transfiere a América Latina los procedimientos practicados en Argelia, y que aquí dan origen a sistemas coordinados de exterminio, como la Operación Cóndor, con que las dictaduras segaron las vidas de decenas de miles de personas en Chile, Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay.

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Hacia mediados de los noventa, en Argelia el Estado de derecho está interrumpido. El país no existe como comunidad histórica capaz de tomar decisiones colectivas y, por lo tanto, de actuar concertadamente. Está viviendo su paradójico proceso de reconstitución política: instituyendo normas que le fijan límites al poder, y a la violencia, pero también, imponiendo estas normas por la fuerza de la victoria conseguida en una guerra, y a partir del reconocimiento de la violencia fundacional desplegada en dicha guerra. Pero, no tiene otra salida si lo que desea es volver a vivir en comunidad. El instrumento político es la amnistía, que suspende la violencia y se propone la paz y la reconciliación entre los bandos en pugna, pero que lo hace al costo, claro, del olvido impuesto a la memoria herida. Porque con la amnistía no adviene el perdón difícil, ese que, según Paul Ricoeur, acepta que existen deudas impagas y que estas deudas son infinitas porque nunca terminan de saldarse. Para que germine el perdón difícil se precisa un acto de fe que quiebre la lógica de la equivalencia, del dar para recibir. Se necesita un acto de benevolencia gratuita de la gracia, como el que testimonian los monjes de Tibirina, en cuya poética del amor florece la lógica de la superabundancia, del dar sin recibir nada a cambio. «Lo que cuenta es su legado —dice el padre Becker, sacerdote de la diócesis argelina de Orán—, un mensaje de pobreza, de abandono en las manos de Dios y de los hombres, de compartir con todos la fragilidad, la vulnerabilidad, la condición de pecadores perdonados. En la convicción de que sólo desarmados se puede encontrar el Islam y descubrir en los musulmanes una parte del rostro total de Cristo».

El perdón difícil no siempre supone la justicia, pero no la suspende. Los santos de Tibirina perdonaron a sus captores aún antes de la consumación del crimen, pero sus deudos, después de dieciséis años, siguen persiguiendo las responsabilidades penales del caso. Por primera vez en su historia, Argelia ha autorizado al juez antiterrorista francés Marc Trevidic, investigar en terreno los crímenes. El juez se propone interrogar a veinte testigos claves y obtener muestras de ADN de los cráneos exhumados. Ello después que Karim Moulai, un ex agente de la seguridad militar argelina, actualmente refugiado en Escocia y dispuesto a declarar en los tribunales, confesara que en abril de 1996, los monjes fueron arrebatados a los GIA por el Ejército argelino y, luego, torturados y asesinados en los cuarteles de un recinto secreto de detención de Blida. El Ejército habría estado desde el principio detrás del secuestro de los siete sacerdotes.

TESTAMENTO ESPIRITUAL
«Si un día me aconteciera —y podría ser hoy— ser víctima del terrorismo que actualmente parece querer alcanzar a todos los extranjeros que viven en Argelia, quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida ha sido donada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de todas las vidas no podría permanecer ajeno a esta muerte brutal. Que rezaran por mí: ¿cómo ser digno de semejante ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a muchas otras, igualmente violentas, abandonadas a la indiferencia y el anonimato. Mi vida no vale más que otra. Tampoco vale menos. De todos modos, no tengo la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente como para saber que soy cómplice del mal que ¡desgraciadamente! parece prevalecer en el mundo y también del que podría golpearme a ciegas. Al llegar el momento, querría poder tener ese instante de lucidez que me permita pedir perdón a Dios y a mis hermanos en la humanidad, perdonando al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiere golpeado. No podría desear una muerte semejante. Me parece importante declararlo. En efecto, no veo cómo podría alegrarme del hecho de que este pueblo que amo fuera acusado indiscriminadamente de mi asesinato. Sería un precio demasiado alto para la que, quizá, sería llamada la gracia del martirio, que se debiera a un argelino, quienquiera que sea, sobre todo si dice que actúa por fidelidad a lo que supone que es el Islam. Sé de cuánto desprecio han podido ser tachados los argelinos en su conjunto y conozco también qué caricaturas del Islam promueve cierto islamismo. Es demasiado fácil poner en paz la conciencia identificando esta vía religiosa con los integrismos de sus extremos. Argelia y el Islam, para mí, son otra cosa; son un cuerpo y un alma. Me parece haberlo proclamado bastante sobre la base de lo que he visto y aprendido por experiencia, volviendo a encontrar tan a menudo ese hilo conductor del Evangelio que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primera Iglesia inicial, justamente en Argelia, y ya entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes. Evidentemente, mi muerte parecerá darles razón a quienes me han tratado sin reflexionar como ingenuo o idealista. Pero estas personas deben saber que, por fin, quedará satisfecha la curiosidad que más me atormenta. Si Dios quiere podré, pues, sumergir mi mirada en la del Padre para contemplar junto con Él a sus hijos del Islam, así como Él los ve, iluminados todos por la gloria de Cristo, fruto de su Pasión, colmados por el don del Espíritu, cuyo gozo secreto será siempre el de establecer la comunión y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias. De esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos, doy gracias a Dios porque parece haberla querido por entero para esta alegría, por encima de todo y a pesar de todo. En este “gracias”, en el que ya está dicho todo de mi vida, los incluyo a ustedes, por supuesto, amigos de ayer y de hoy, y a ustedes, amigos de aquí, junto con mi madre y mi padre, mis hermanas y mis hermanos y a ellos, ¡céntuplo regalado como había sido prometido! Y a ti también, amigo del último instante, que no sabrás lo que estés haciendo, sí, porque también por ti quiero decir este gracias y este a-Dios en cuyo rostro te contemplo. Y que nos sea dado volvernos a encontrar, ladrones colmados de gozo, en el paraíso, si así le place a Dios, Padre nuestro, Padre de ambos. Amén. Inchalá».
Padre Christian M. de Chergé, Prior del monasterio de Nuestra Señora del Atlas en Tibirina, Argelia: Argel, 1º de diciembre de 1993 —Tibirina, 1º de enero de 1994.
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